Esperanza, Oportunidad

Yo quiero vender frutas y patí

Hay dos personas que son parte de mi camino cada día. Fielmente me los encuentro en el trayecto de mi casa hacia la oficina cada mañana. Siempre he prestado mucha atención a mi entorno (mi mamá me contó que cuando tenía unos cuatro años estábamos en el supermercado y yo le señalé los zapatos de una señora y le dije que eran iguales a los de mi teacher del kinder), así que no iban a pasar desapercibidos. Además, las largas filas de carros de la que formo parte por el gran caos vial que nos envuelve, me obliga a observarlos con  detalle desde hace casi un año.

El primero con el que me cruzo es un señor que vende frutas y verduras. Cuando el semáforo se alumbra de rojo, camina ofreciendo su producto uno a uno en cada ventana de los autos. Esto es muy común en cada esquina en mi país; pero hay algo diferente en él que me hace recordarlo en particular, y es la templanza que refleja su cara. Su rostro infunde paz. No hay sol radiante o lluvia que robe su tranquilidad, y créanme, lo he visto en diferentes circunstancias y siempre es igual. ¿Cómo puede mantenerse así? Me pregunto a qué o a quién se aferra para lograr su rutina sin perder la quietud de su faz. La única excepción aparece cuando una tímida sonrisa eleva sus bigotes quebrando esa armonía.

Me genera curiosidad saber acerca de su vida. Me instiga querer conocerlo y preguntarle la razón del sustento que le permite las mandarinas que vende. ¿Tendrá una hija enferma? ¿Cuidará de su madre? O simplemente disfruta tener una razón para levantarse cada mañana y hacer un trabajo con firmeza y vigor. ¡Cuánto tengo que aprender de él! Quizá no tiene los motivos que yo ando buscando para encontrarle mayor sentido a las cosas. En el desorden de mi cartera es imposible hallar monedas para tener la excusa perfecta y poder hablarle. Así que decido seguir inventado su historia mientras avanzo lentamente. A veces razono y me entero de que en realidad sí quiero comprarle algo. Luego me pregunto por qué, y me invade una especie de conmiseración. ¿Por qué debería de sentirlo? ¿Porque no tengo la necesidad de quemar mi piel, bajo un calor insolente cada día? ¿Porque no soy yo, quien debe de mantener la compostura durante la jornada, insistiendo con la mirada a cientos de conductores que pasan?

Probablemente es más feliz que yo o que cualquiera. Si le contara algunas memorias de mi vida, tal vez el señor de las frutas sentiría más lástima por mí, que de la compasión que yo siento por él. Excavando un poco más profundo en este tema, caigo en cuenta de que la pena que siento no es hacia esos brazos tostados que sujetan sacos de manzanas. Tiene que ver más conmigo, que veo en él un reflejo de lo que muchas veces no soy y quisiera ser. La sobriedad de sus gestos sugiere un apropio absoluto de su vida, una adjudicación total de su presente, el cual toma sentido en la más completa libertad que respira. Creo que nadie lo obliga a estar ahí, él eligió su punto de venta y lo disfruta. No se turba por la impaciencia de quienes siempre tenemos que llegar a otro lugar. No se aturde ni se distrae por la vorágine que se nos atraviesa a cada instante, en donde la gente nos asedia por tantos medios y tenemos que estar dispuestos a demostrar que somos productivos, intensos, completos, ocupadísimos.

Sus ojos reflejan esa calma que imagino solo se puede experimentar en otro planeta. Estoy segura de que tengo enfrente a Siddartha, con la diferencia de que converge en la quietud del momento. Su mente está enfocada en el peregrinaje que le permite llevar el pan para hoy. Cada día es un grato esfuerzo que tiene su recompensa. Cada mañana tiene un objetivo certero que no olvida. Mientras que yo, por otra parte, me pierdo… lo veo y pienso que dejé algo olvidado en las clases de yoga (de las cuales no he logrado aprender a meditar ni tres segundos continuos); tampoco he tenido tiempo de hacer la tarea de portugués. Reviso el celular y tengo setenta y cuatro mensajes sin leer que aparecieron en los últimos diez minutos. Tres recordatorios del calendario me vapulean, me sacuden y me hacen sentir que voy tan tarde aunque no lo esté, simplemente porque siempre tenemos demasiada prisa.

Cruzamos una mirada antes de que me toque doblar para seguir mi ruta. Yo me quiero perder ahí, en ese mundo suyo de serenidad en donde los minutos no te ahorcan si no hay diez cosas que tengás que hacer a la vez. Yo quiero respirar un momento en silencio, ¿por qué es tan difícil encontrar tiempo y espacio para hacerlo? Probablemente él piensa cuando me ve, que no, que lo último que quisiera en el mundo es vivir en urgencia y que sus prioridades jamás serán otras.

Estoy más cerca de llegar a mi destino. El chico que vende patí no sabe que lo estoy buscando. Lamentablemente no puedo comprar (me imagino que lo está) su delicioso pastelito de carne con chile, por razones de intolerancias (malacrianzas) de mi cuerpo hacia el gluten y la harina de trigo. Pero me gusta levantar la cabeza entre el desfile de autos en procesión para encontrarlo.

Contrario al monje budista, su cuerpo brincotea de un lado a otro, bailando entre la calle y sorteando los carros. Su voz es fuerte y la escucho a muchos metros de distancia. Ahí está con su canasta de repostería afrocaribeña sonriendo sin parar, enseñando unos enormes y hermosos dientes blancos. También se levanta bien temprano para ir a trabajar, y lo hace con el entusiasmo más grande que jamás haya visto. Regala sonrisas a todos como algo que no se puede negar, como vasos de agua refrescantes para quien tiene sed. Su energía me contagia, me hace reír y me conmueve. Pareciera que nunca ha tenido un mal día. O más bien creo que cuando lo ignora, simplemente no detiene su ánimo y nada le quita las ganas de disfrutar la vida.

Pienso en muchos momentos en donde me he ahogado por nada. Cuando me preocupo por lo estúpido, por lo pequeño y lo insignificante. ¿Cuánto tiempo habré perdido en angustias ridículas? Él es todo optimismo, y yo tan oscura tantas veces. No deja de cantar mientras  intento acordarme de la última vez que algo me importó tan poco como para ponerme a entonar una canción efusiva en medio de la gente. No, no nos permitimos esos momentos de locura. Tenemos que ser formales, prudentes y reservados. ¿Qué hacemos para contener con firmeza la cordura, si todos estamos un poco locos en el fondo? ¿Por qué aparentamos debajo de nuestros trajes, que somos personas serias cuando aheleamos gritar de vez en cuando?

Alguien nos dijo que eso no era permitido, y le creímos. Nos importa demasiado lo que piensen los demás, aunque todos digamos que nos vale. Las pocas veces que nos reímos a carcajadas, alguien vuelve a vernos con ojos que juzgan y dicen «qué escandalosa». Nos permitimos que esto pase y a la mayoría nos parece bien vivir así, tan reprimidos de nuestras emociones todo el tiempo. Pero cada mañana alguien alegra mi camino con sus bailes y canciones mientras vende patí. Habrá quien diga que seguro esa es su estrategia de ventas, y a esa persona yo le diría que el trabajo lo ha consumido más de la cuenta, porque su pasión es natural; puedo saber si algo es fingido y me atrevo a asegurar que en este caso no lo es.

Dos personas muy diferentes le abren los brazos al trabajo, a la vida y a las circunstancias. Ambos generan esta simbiosis indispensable que inyecto en mí, cuando sucede que me alejo de mi centro y me aspiran las aflicciones. Yo también tengo un trabajo que amo, me ilusiona tanto estar viva y, sin embargo, olvido deleitarme en las pequeñas cosas que yo decido que pueden dar sentido a mis días. No solamente conmigo, también lo percibo en nuestra sociedad: nos hace falta más alegría, más ganas de bailar aunque no sepamos hacerlo, o de contemplar con más detalle lo que nos pasa por delante para poder concentrarnos en lo esencial, en lo que nos impulsa en lo interno a despertarnos con un anhelo en el corazón y a acostarnos  satisfechos cada noche al saber que estamos en la senda correcta.

Yo quiero vender frutas y patí de esa manera, aunque no tenga un costal en mi espalda ni una cesta en la cabeza. Se trata de estar dispuestos a caminar de forma reflexiva pero con más alegría por este paso transitorio, sin hacerle cabida a las preocupaciones que nos roban el coraje; tener una actitud  indiferente ante el ojo inquisidor para ser más conscientes de lo que es trascendental, para así podernos  librar finalmente de cualquier prejuicio que nos hemos impuesto nosotros mismos.

Es una cuestión de actitud genuina, de lo que ellos dos saben muy bien y yo, apenas comienzo a entender.

 

***El pati, también llamado patí, es un platillo propio de la cocina afrolimonense, originario del Caribe de Costa Rica. Consiste en un pastel de repostería relleno de carne, especias y pimiento picante***

 

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